Frente a los recientes y trágicos episodios de violencia política que sacuden diversas regiones del mundo, como el atentado contra el precandidato presidencial
, el asesinato de la congresista demócrata estadounidense Melissa Hortman junto a su esposo en EE.UU., la crisis en
exacerbada por la fragilidad estatal y el dominio de pandillas, los conflictos étnicos y electorales en
, resulta imperativo alzar la voz de manera propositiva para visibilizar este fenómeno global.
La violencia, ya sea por armas, bombas o decisiones geopolíticas, amenaza millones de vidas y erosiona los fundamentos de la democracia. Promover una cultura de entendimiento, diálogo y paz no solo es una respuesta ética, sino una necesidad urgente para contrarrestar la polarización y fortalecer la convivencia en sociedades cada vez más fracturadas.
La violencia política es un fenómeno que debilita las bases de la democracia y restringe el ejercicio legítimo de la participación ciudadana. En América Latina, donde varios países han vivido conflictos armados, regímenes autoritarios o crisis institucionales, sus efectos se manifiestan en la pérdida de vidas, la erosión de la confianza en las instituciones, la polarización social y el temor a involucrarse en la vida pública. En un contexto regional y global donde los discursos de odio, la intolerancia y la desinformación se propagan con rapidez, resulta urgente reflexionar sobre los riesgos que la violencia política representa para la estabilidad democrática y la convivencia pacífica.
En Latinoamérica tenemos casos muy cercanos, como en Colombia, que ha sido escenario de una violencia política prolongada, marcada por el conflicto armado, el narcotráfico y el exterminio de líderes sociales. Según organizaciones como Indepaz, cientos de activistas, candidatos locales y excombatientes han sido asesinados en los últimos años, muchos de ellos por oponerse a intereses ilegales o por defender causas como la restitución de tierras y los derechos humanos. Este tipo de violencia no solo elimina voces disidentes, sino que también genera un efecto amedrentador en la sociedad: muchos ciudadanos prefieren abstenerse de participar en política por temor a represalias. Además, la desconfianza en el Estado se profundiza cuando las instituciones no logran garantizar seguridad ni justicia, lo que alimenta ciclos de retaliación y deslegitimación del sistema democrático.
La violencia política altera profundamente la competencia electoral y empobrece la deliberación democrática. Cuando ciertos sectores son silenciados mediante la intimidación o la fuerza, se pierde la diversidad de voces que da vida a una democracia auténtica. En los casos donde amplias zonas han estado bajo el control de actores armados, los procesos electorales a menudo no expresan la voluntad ciudadana, sino el miedo impuesto por la violencia. Esta dinámica no solo distorsiona los resultados, sino que también agrava la polarización. La estigmatización del adversario como enemigo a eliminar normaliza prácticas autoritarias y destruye el espacio para el diálogo. En sociedades marcadas por heridas históricas no resueltas, esta deshumanización del "otro" puede reavivar tensiones profundas y obstaculizar cualquier intento de reconciliación.
La política, en esencia, debería ser el arte de resolver diferencias mediante el diálogo, el debate y la construcción de acuerdos. Sin embargo, cuando la violencia se instala como herramienta de intimidación, el disenso se criminaliza y la oposición legítima se convierte en un acto de alto riesgo. Esta lógica perversa no solo afecta a los actores políticos tradicionales, sino también a movimientos sociales, líderes comunitarios, defensores de derechos humanos y periodistas, quienes cumplen un rol fundamental en la vigilancia del poder y la defensa del interés público. La amenaza constante genera autocensura, debilita la rendición de cuentas y empobrece la vida democrática. En lugar de canalizar los conflictos a través de las instituciones, se impone el miedo como mecanismo de control, lo que erosiona la confianza ciudadana y agrava la fragmentación social.
La violencia política constituye una amenaza sistémica que debilita los cimientos de la democracia y perpetúa dinámicas de polarización y conflicto. Su contención demanda respuestas integrales: fortalecer el Estado de derecho, proteger a líderes y activistas vulnerables, y cultivar una cultura de diálogo que desactive el extremismo. En un entorno global donde la intolerancia y el autoritarismo resurgen, la defensa de la democracia pasa por garantizar el derecho a disentir sin temor. Como sostiene Johan Galtung, pionero en estudios de paz, “la violencia es el fracaso de la imagi벳박스 humana para resolver conflictos” (Peace by Peaceful Means, 1996); solo a través del respeto mutuo y la pluralidad se forja una convivencia democrática sólida.
Nelson Mandela: “La paz es el arma más poderosa para el desarrollo humano” (Long Walk to Freedom, 1994); solo a través de la reconciliación y el respeto mutuo se puede construir un futuro donde el disenso no sea sinónimo de violencia.
Por Jesús Castillo Molleda